31 mayo 2021 | Blog Princesa 18
Fin de la historia y humanismo
Por: Román Gil Alburquerque

Por Román Gil Alburquerque, Aspen España Fellow

Creo estar comprendiendo mejor la idea hegeliana de dialéctica. Cada situación o práctica humana (tesis) genera una contradicción (antítesis) y, de ambas, surge una nueva realidad (síntesis, que deviene nueva tesis, etc.). Ninguna de estas parcialidades son verdad ni mentira, sino expresión de un devenir, lo que de asumirse (y lo estoy asumiendo) es muy potente, incluso en el día a día.

El fin de la historia para Hegel se produjo, ya se sabe, con la Revolución Francesa, y su visión de Napoleón en un caballo blanco tras la batalla de Jena le pareció la expresión fáctica de la conclusión de su recién terminada Fenomenología del Espíritu: la libertad cabalgaba tras la demolición de los constreñimientos heredados. A partir de entonces, se trata de una mera aplicación de la manifestación del espíritu (Geist, inicialmente Hegel pesó en llamarlo vida) como libertad (personificada en el Estado que es quien es libre de decidir) y la libertad como conciencia de necesidad. Por ende, un Estado de Derecho conforme al interés común que es también el de cada cual. La revolución china, por ejemplo, no habría sido sino la tensión necesaria para implantar el código civil napoleónico, etc.

A mí me parece que Hegel, reverberado por Fukuyama en su famoso artículo, tiene esencialmente razón. Tan solo la puntual falta de perspectiva nos dificulta en ocasiones apreciarlo. Esto no quiere decir que un virus más letal que el Covid-19, o cualquier catástrofe cósmica, no pueda acabar con el género humano. Pero mientras los sapiens sigamos siendo, la hipótesis de un ámbito liberal ordenado por el derecho conforme a una razón generalmente reconocible como justa y adecuada en términos de la regla áurea de objetividad y reciprocidad, con adecuación a diferencias culturales propias de circunstancias variadas, parece un lugar de llegada óptimo; sin perjuicio, claro está, de que se trata de un lugar que hay que cuidar, gestionar, mantener; pero sin tensiones dialécticas históricas fuertes.

Ya no es necesario filosofar en términos radicales sobre el ser y el devenir del mundo social, pero sí pensar sobre la gestión de la libertad en sociedad. Esto supone arduo y constante trabajo, del que se ocupa la economía política, la ciencia y la tecnología, la administración pública y privada, el derecho, la medicina, etc., todas esas herramientas funcionales propias de la mentalidad del “esclavo” al fin victorioso, pero que no ha desarrollado ni debe  desarrollar una mentalidad señorial incompatible con la gestión del nuevo mundo social.

Sin embargo, la victoria de la ideología del siervo funcional –que llega a ser auto-explotado en ese ethos empresarial productivo y competitivo descrito por Foucault y por Byung-Chul Han, entre otros– no debe necesariamente producir –ésta es mi hipótesis– esa mentalidad del esclavo denunciada por Nietzsche, “igualando todos los niveles de la excelencia humana y frustrando sus aspiraciones en nombre de la igualdad y la paz” (Mark Lilla).

En 1950, Alexander Kojève escribió a Leo Strauss que “en el estado final no puede haber más seres humanos en nuestro sentido del ser humano histórico. El autómata sano está satisfecho (deporte, arte, erotismo, etc.) y el enfermo es encerrado… El tirano deviene administrador, un engranaje en la máquina diseñada por el autómata para el autómata”.

En mi opinión, este riesgo de deshumanización debe compensarse con un ejercicio de la libertad individual formada en el humanismo clásico. Ser, en parte, el esclavo humilde y consciente que sabe de la necesidad de su disciplina y en no poca medida también sacrificio para el bien común y el propio, pero al tiempo una persona fin en sí mismo, que disfruta de su libertad y aspira a la felicidad. Como Epicteto. El profesional – responsable pero también libre en la polis – puede y debe ser al tiempo filósofo/artista, amante, gourmet, jardinero. Las enseñanzas sobre la buena vida de Aristóteles, de Montaigne, de Russell, de Erich Fromm y de tantos otros seguirán siendo relevantes.

La educación integral requiere, por tanto, la formación de profesionales competentes para ocuparse de dar satisfacción a las necesidades funcionales del común y de sí mismos (una formación técnica) y, al tiempo, de ciudadanos no solo capaces de participar en el gobierno de la res publica, sino entendidos como fines en sí mismos en sentido amplio, que aspiran a la felicidad (una educación humanística, siempre próxima a la filosofía y al arte).

Por tanto, eficacia entendida como capacidad técnica y productiva que atiende a las necesidades económicas en sentido amplio (generación y distribución de bienes valiosos y escasos) y garantía liberal que permite el desarrollo íntegro humanista, la aspiración a la plenitud, a la felicidad.

Entre ambos aspectos –funcionalidad y libertad–, y vinculado también con la gestión política de la res publica, se halla conceptualmente la en otros tiempos denominada cuestión social: como gestionar esa óptima generación y reparto de recursos que estudia la economía.

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