Por Román Gil Alburquerque (@romangilalb), Aspen España Fellow.

Tan solo la plena convicción de que el ejemplo vital de Antonio Hernández-Gil debe ser recordado y proclamado me anima a superar la honda tristeza por su partida tan prematura y tomar ya la pluma en su memoria.

Tuve el privilegio de disfrutar de Antonio en sus facetas de jurista, abogado, intelectual, líder y amigo. No exagero si afirmo que jamás le vi actuar alejado ni un ápice de un comportamiento ejemplar, propio de la ética kantiana que siempre hizo suya y practicó de verdad, sin rastro de envaramiento, distancia o frialdad; al contrario, siempre acompañado de una sonrisa cómplice y luminosa, siempre desde la humildad del verdaderamente sabio, siempre generoso y abierto, siempre profundamente humano.

Hace pocas semanas afirmé en público, y en su presencia, que de él había aprendido que un abogado se debía a su cliente y al derecho. Antonio me corrigió de inmediato, con su sonrisa proverbial y provocando una carcajada general, también mía: «Pues lo aprendiste mal; querrás decir al derecho y a su cliente». Nuestro querido amigo respetaba ante todo y en primer lugar las leyes que nos damos y de las que el abogado, tal como él lo concebía, debía ser también custodio.

Antonio traducía a Virgilio y tocaba a Bach. Era maestro en el derecho y en la filosofía, y conocía profundamente la física, las matemáticas y la lógica. El arte de la pintura. La astronomía.

Estar con Antonio era disfrutar de su bonhomía, de su pasión y de su bondad, y era aprender siempre.

Sé que él era muy feliz en las reuniones de Aspen España, donde era Fellow, contribuyendo especialmente y con toda generosidad a nuestro programa de Justicia y Sociedad Civil. Seleccionar con él los textos del seminario –y luego sus participaciones en el mismo– fue un gran placer intelectual, un verdadero gozo para quienes tuvimos el privilegio de compartirlo.

Cuánto le vamos a echar de menos.