Por Román Gil Alburquerque (@romangilalb), Aspen España Fellow.
Es imprescindible una reflexión ilustrada sobre las consecuencias de la actual revolución tecnológica así como acción política responsable y democrática para su integración en beneficio del bien común y del bienestar de cada persona.
La utopía de libertad individual anunciada por Macintosh en 1984 –¿quién no ha visto el emocionante anuncio de la Super Bowl de aquel año, con sus tintes orwellianos de ánimo antitotalitario?– fue in crescendo hasta que en 1996 John Perry Barlow hizo pública la Declaración de Independencia del Ciberespacio, donde el ámbito global social habría de ser tan libre – incluso más allá de la ley– como ubicuo, si es que el entorno virtual permitiese referencia espacial alguna. El virus de la libertad era imparable, el viejo mundo había caído como pocos años antes lo hizo el muro de Berlín. El trasvase global de pensamiento habría de ser infinito y gratuito y la nueva civilización «más humana y hermosa que el mundo que vuestros gobiernos han creado antes». Se esperaba de la revolución tecnológica una pronta, radical y desinhibida liberación del individuo en todos los órdenes, ya que a lo virtual habría de seguir una emancipación también material, gracias a la inteligencia artificial general.
Pero pronto nos alcanzó – como a la hipótesis del «Fin de la Historia»– un grado de desencanto incrementado hasta la histeria. Conforme a una extendida visión apocalíptica, el desarrollo tecnológico en su actual deriva de hiperconexión en red conduce a la destrucción de valores y derechos humanos ampliamente aceptados, socava la democracia liberal y hace peligrar el pacto social que ha permitido un desarrollo económico general sin precedentes. La rebeldía iconoclasta de Silicon Valley, lejos de cambiar el mundo hacia una utopía de diversidad y libertad, habría abandonado su aparente humanismo inicial a favor de la mera tecnocracia, ignorando ajena a los efectos negativos de la tecnología sobre la persona y la sociedad. El fin de los otrora rebeldes utópicos parecía ser ahora monetizar el conocimiento y la atención de los viajeros del ciberespacio, aun a costa de dañar las relaciones humanas.
El efecto distópico estaría también manifestándose en la democracia, dañando venerables instituciones clásicas de la representatividad parlamentaria y de la prensa como verdadero cuarto poder. Las cada vez más políticamente poderosas noticias falsas (digeridas por la credulidad del consumidor, cuyos deseos son conocidos cada vez con mayor detalle por quien se las ofrece) no parten ya de la ideología tradicional, sino de la busca de un click económicamente enriquecedor que alentaría el populismo, es decir, las aparentes soluciones simples para problemas complejos. Los parlamentos y partidos políticos propios de la democracia representativa irían camino de ser reemplazados por blogs, wikis y redes sociales, haciendo caducar la política tal y como la entendemos y practicamos, o convirtiéndola en tecnocracia. El trabajo de los humanos estaría destinado a la desaparición, siendo aquellos sustituidos por máquinas inteligentes, expulsando de la integración socioeconómica a gran parte de la población. En definitiva, una pavorosa pérdida de control con consecuencias potencialmente catastróficas.
Sin embargo, la historia de los humanos es, también, una historia de desasosiegos, notablemente acelerados desde el impacto profundamente transformador de las revoluciones industriales iniciadas hace poco más de dos siglos y que son, en buena medida, revoluciones tecnológicas. Sus efectos han sido tan disruptivos como, a la larga, benefactores en términos generales para el bienestar de la sociedad y el individuo, tal y como ha mostrado, entre otros, Steven Pinker. Y, como respecto de pasadas crisis económicas, hemos aprendido (o debiéramos haberlo hecho) importantes lecciones que nos han de permitir afrontar los periodos de transición y crisis –que lo son de crecimiento– con inteligencia y visión política.
A diferencia de los caballos, sustituidos sin queja aparente por su parte en cuanto su relevancia económica como medios de transporte, los humanos, adicionalmente a nuestra versatilidad y sentido común aun no alcanzados por las máquinas (sin que sea previsible que eso suceda en el corto plazo, más que – y aunque no sea poco– respecto de ciertas tareas replicables) hemos de añadir nuestra capacidad de decisión política, que incluye la opción por alternativas económicas inclusivas y socialmente viables, sin perjuicio del estímulo del espíritu emprendedor e innovador, tal como han explicado Brynjolfsson y McAfee.
Frente a la manipulación descentralizada – lo que de por sí aleja al Gran Hermano, por cuanto son muchos los aspirantes a la influencia– podemos educarnos y ejercitarnos en el criterio y la mejor selección de la información frente a la falsedad interesada que, por otra parte, no es un fenómeno nuevo.
Podemos, en definitiva, hacer uso de nuestras facultades como seres racionales y sociales para reflexionar con fundamento sobre el cambio tecnológico y actuar políticamente frente a su fuerza, integrándolo y humanizándolo como se ha hecho respecto de otros poderes en la historia. Podemos pensar y actuar, y debemos hacerlo.
Que el miedo a los bárbaros no nos convierta en bárbaros.
*Este mismo artículo fue publicado en inglés en Ideas: the Magazine of The Aspen Institute.